Cosas

por Pepe Rojo

 

Story Copyright (C) 2011, Pepe Rojo.
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3,800 Words.

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—¡Hola, Muñeca!— gritó el esposo, después de abrir la puerta.

—¡Hola, Muñeco!— respondió la esposa, desde la cocina.

—¿Y los niños?— preguntó Muñeco mientras rozaba su mejilla.

—Dormidos en casa de un vecino— respondió ella, mientras sacaba un refractario del microondas y lo depositaba en la mesa. —¿Cómo te fue en el trabajo?

—Como siempre,— dijo el esposo, —una calculadora decidió cambiar de religión y adoptó el sistema hexadecimal. Destrozó el trabajo de una semana. Los expertos todavía la estudian. ¿Y a ti?

—Fue un día terrible,— contestó Muñeca, sonriendo, —todo iba bien hasta que llegó el periódico. Estaba escrito en otro idioma, pero las fotos y las caricaturas estaban bien, así que decidí no preocuparme. Al mediodía, el refrigerador tuvo una crisis nerviosa y se deshieló. Cuando entré a la cocina, todo estaba inundado. Tuve que trapear, tuve que barrer, tuve que hablar al súper para que trajeran hielos y después hablarle al terapeuta. Prometió regresarlo el fin de semana.

—¡Pobre refrigerador!— dijo Muñeco. —Lleva un año tremendamente deprimido. Pero ha sido fiel. Espero que le sirvan estos días de descanso. ¿Qué vamos a cenar?

—¡Pato a la naranja!— exclamó Muñeca, —Cortesía de la compañía que hace refrigeradores. Ya sabes que no me gusta comprar comida sin marca, pero me dijeron que su valor nutricional está garantizado. Y como estaba cansada, preferí olvidarme de la cena.

Muñeco alzó la tapa del refractario con cuidado. Tomó un tenedor y, precavido, lo hundió en la pechuga del pato. Después, cerró los ojos y acercó su nariz al plato.

—Huele bien— dijo.

—Y sabe bien— dijo la esposa, —hace rato probé un poco. Además, le puse el verificador y el resultado salió negativo. Es un pato aprobado. Creo que a veces se tienen que tomar ciertos riesgos, si no lo hacemos, la vida sería aburridísima, ¿no crees?

Muñeco y Muñeca cenaron pato y ambos estuvieron de acuerdo en que el platillo era delicioso. Muñeco recogió los platos y Muñeca alimentó a la lavadora de trastes. Después, subieron a la recámara. Muñeca entró al baño para cambiarse. Su corazón dio una voltereta cuando encontró su camisón. La noche anterior, el camisón era rosa. Ahora era rojo. Muñeca se sonrojó por lo que podría pensar su esposo. Indecisa, tomó asiento junto al lavabo, y abrió una revista para mujeres. Cerró los ojos para encontrar una página aleatoriamente. El artículo, titulado “Por qué es importante confiar en el cónyuge”, le dio el valor necesario para ponerse el camisón rojo y salir a la recámara. Trató de actuar lo más naturalmente posible y tarareó el primer jingle que le vino a la cabeza: el de un anuncio que explicaba cómo seleccionaban los mejores ejemplares de verduras para enlatarlos y así garantizar su calidad.

—¿Es nuevo tu camisón?— preguntó Muñeco, —¿lo compraste por catálogo?

—¿Tú que crees?— dijo Muñeca, mientras se apresuraba para meterse bajo las sábanas.

—Yo creo que sí— dijo Muñeco, y prendió la TV. Ambos se quedaron en silencio, viendo la pantalla. Un comercial que mostraba a varias parejas mirándose tiernamente apareció en el monitor.

—¿Estás pensando lo mismo que la TV?— dijeron los dos al unísono.

—Los niños no están— dijo Muñeco, —¿por qué no?

El color rojo del camisón de Muñeca se hizo un poco más brillante y ella lo ocultó tapándose completamente con la sábana.

—Hace años que no vemos el Sex Channel— suspiró.

Muñeco abrió el cajón del buró y buscó las claves para decodificar el canal, puesto que, siguiendo las instrucciones de la compañía de cable, había cerrado el acceso de ese canal a los niños.

—¡Aquí está!— dijo Muñeco, mientras jugaba con el control remoto, apretando números y letras de acuerdo a las instrucciones.

El Sex Channel ofrecía un programa para mejorar la vida sexual. Muñeco y Muñeca lo miraban en silencio. Una voz aseguraba que siguiendo algunas sugerencias sencillas, ejemplificadas mediante esquemas, muñecos y actores, el sexo también podía servir para mejorar las relaciones en pareja.

—¡Hace mucho calor!— dijo Muñeca.

—Son las cobijas otra vez, Muñeca,— dijo esposo, —ya sabes que a veces se calientan más de lo debido.

Muñeca y Muñeco miraron el monitor hasta quedarse dormidos. La luz se apagó automáticamente. Las cobijas calentaron el cuarto hasta que el cable que llevaba la señal de video al monitor eyaculó óxido por una de sus terminales. La videocassetera exhaló un gemido, el monitor suspiró y se apagó. El ronroneo del regulador de energía era una canción de cuna para todos los habitantes de la casa.

 

—¿Es normal, doctor? ¿Es normal toda esta violencia?

—¿Cuál violencia?

—Está en todos lados, en las calles, en las casas, en nuestras cabezas…

—¿En la suya?

—Sí…

—¿Por qué no hablamos de eso?

—Hace poco me enteré de varios refrigeradores que, bueno, no sé cómo decirlo, pues… asesinan personas.

—¿Cómo?

—Principalmente niños. Normalmente lo hacen cuando han sido descartados, cuando ya no sirven. Pienso que es una especie de venganza. Cuando se encuentran a un niño, lo invitan a esconderse en él, le susurran palabras de amor, de tranquilidad, de aventura. Después, cuando el niño está adentro, le niegan la salida, le obligan a quedarse, a guardarle compañía, de aquí hasta que el tiempo se haga viejo.

—¿Y usted qué piensa al respecto?

—Puedo entender lo que hacen, puedo entender lo que se siente ser inútil; es más, lo siento todos los días. Todos me usan, la casa no funciona igual sin mí, pero para ellos soy parte del decorado, y me siento solo, muy solo. A veces me da coraje. A veces, cuando me abren con las manos sucias, cuando derraman un líquido en mi interior, cuando se pudre un pedazo de carne adentro de mí y todo apesta y me ahogo y no me soporto, a veces, me dan ganas de matarlos. Por otro lado, la soledad me aterra. Cuando no hay nadie en casa, cuando puedo escuchar el líquido que me recorre y el zumbido de los focos y el lento proceso de descomposición de las cosas que guardo en mi interior, siento que no aguanto más. ¿Cuántos años me quedan? ¿cinco? ¿tres? Dentro de unos meses ni siquiera la compañía que me hizo estará dispuesta a hacerse cargo de mí. ¿Qué sigue? ¿Qué queda? Este infernal aburrimiento, esta soledad que envuelve mi aliento, este frío. Y por eso entiendo a esos refrigeradores. Creo que, aunque sea por un momento, tener algo vivo, un niño, un bebé, adentro de mí, haría que todo valiera la pena. Me brindaría los suficientes recuerdos como para poder subsistir el resto de mi vida. Veo a los niños y quiero quedármelos. Creo que está en mi naturaleza.

—Y se siente tan culpable que se deshiela.

—…sí…

—¿Había tenido problemas anteriormente con el control de válvulas?

Al día siguiente, Muñeca fue a recoger a Muñequito y Muñequita. Cuando llegó a casa de sus vecinos, el carro empezó a fallar. Todos los automóviles estacionados en el garage eran más jóvenes que él. Muñeca acarició el tablero y el carro aceptó acercarse un poco más. Al bajar del automóvil, Muñeca se dio cuenta que todos sus accesorios, desde sus zapatos hasta su peineta, eran ahora verdes. Respiró profundamente y tocó el timbre. Vecina abrió la puerta. Rozaron sus mejillas, chasquearon los labios y se dijeron, casi al unísono, lo bien que se veían y lo adecuado del color de su vestimenta. Después de que Vecina le gritara cordialmente a los niños para avisarles que ya habían llegado por ellos, ambas se sentaron en la cocina a platicar de sus problemas. Muñeca le contó del refrigerador, y Vecina intentó emparejar la balanza explicándole que su estufa sufría ataques de manía, y que cada vez que intentaba cocinar algo, el horno lo quemaba.

Muñequito apareció en la puerta de la cocina, junto a los hijos de Vecina.

—¡Hola, Mamá!— le dijo a Muñeca, quien le acercó un cachete.

—A Muñequita le pasó algo raro.

El color del vestido de ambas mujeres se oscureció varios tonos.

—¿Y dónde está ella?— dijo Vecina.

—Aquí afuera— le contestó uno de sus hijos.

Muñeca salió de la cocina y se encontró a Muñequita, parada de espaldas a ella.

—¡Hola, primor! ¿Qué te pasa?

Muñequita volteó hacia Muñeca. La boca de todos se abrió, formando círculos casi perfectos. A Muñequita le había salido barba.

 

Muñeca, Muñequito y Muñequita llegaron a casa, dejaron sus cosas en el armario y subieron al cuarto de Muñeca. En cuanto se escuchó el último de sus pasos, toda la planta baja estalló en carcajadas. Las lámparas de escritorio se doblaban de la risa. Los floreros derramaban lágrimas; las flores se deshojaban. Los cojines de los sillones se abrían y cerraban. La aspiradora, incluso, empezó a ahogarse con el polvo que soltaba.

 

Cuando el teléfono sonó, el cajón del escritorio aprovechó para cerrarse sobre los dedos de Muñeco. Llevaba varios días muy enojado. No sabía exactamente por qué ni desde cuándo, pero sentía un odio que lo desbordaba, especialmente cuando alguien se acercaba y ponía una mano sobre él, o cuando Muñeco movía nerviosamente su pie y pateaba uno de sus páneles. Además, el peso de la computadora y los artículos de oficina era como un cuchillo que se clavaba sobre su espalda.

—¡Buenas tardes!— dijo Muñeco al teléfono.

—¡Hola, Muñeco! ¿Cómo estás?— dijo Muñeca, desde su casa.

—¡Qué milagro, Muñeca!— exclamó Muñeco, mientras intercambiaban besos por la línea telefónica. Sin saber por qué, la engrapadora cascañeteó los dientes.

—¿Qué crees?— preguntó Muñeca. —Tuvimos un pequeño contratiempo el día de hoy.

—¿Qué pasó?— preguntó Muñeco.

—A Muñequita le salió barba.

Muñeco se quedó callado. En la pantalla de su computadora apareció un letrero: “Comando no encontrado”.

—¿…cómo…?— preguntó Muñeco.

—Sí, fui a recogerla a casa de Vecina y cuando llegué ¡me la encontré con barba! Es de color café obscuro con mechones más claros. Pero no le duele. Sólo le da un poco de comezón.

—¿Y cómo está ella?— preguntó Muñeco.

—¡Muy bien!— le contestó Muñeca. —Está allá arriba, jugando con Muñequito. Tuvimos mucha suerte, es una niña preciosa…. Pero no sé qué hacer con lo de la barba.

—Creo que deberías llevarla con el técnico de hormonas —dijo Muñeco— seguramente es algo que se le pasará con unas pastillas o inyecciones.

—Gracias, Muñeco— le dijo su esposa —yo no sé qué haría sin ti.

Muñeca y Muñeco chasquearon los labios y se despidieron. Muñeco escuchó un ruido extraño en el cuarto de impresión. Se levantó a investigar. Una pierna del escritorio intentó tropezarlo, pero falló. Muñeco pasó por la oficina de su jefe y la miró. El encargado de la oficina no estaba pasando por un buen momento. Hace unas semanas, había permitido que unos niños de la calle usaran su lavadora de trastes para jugar un momento y ahora los vecinos de su lujosa colonia, que habían visto salir limpios a los niños que entraron sucios, le habían advertido que no seguirían apoyando ese tipo de conductas. El vidrio de la oficina estaba empañado y mostraba manchas de grasa aquí y allá. El escritorio parecía desfallecer ante el peso que soportaba. La luz del escritorio flaqueaba. Los libros en el librero se acostaban sobre las repisas.

Muñeco siguió su camino, y abrió la puerta del cuarto de impresión.

Adentro, decenas de hojas volaban por el aire, pues el sistema de ventilación parecía tener, una vez más, problemas de hiperactividad. Las máquinas escupían y escupían impresiones, todas iguales, algunas a color y otras en blanco y negro, sin cesar. Muñeco intentó apretar los botones, que se negaron a obedecer la orden para dejar de imprimir. Las hojas se salían del cuarto y varias personas de la oficina miraban hacia adentro, preocupados.

Muñeco recordó que Mantenimiento le había prometido a las impresoras sesiones de aromaterapia hace unas semanas. Como era costumbre, Mantenimiento no había cumplido su palabra. Muñeco se hincó y alargó el brazo por la parte trasera de una máquina particularmente activa hasta encontrar el cable de corriente. Lo desconectó. Todos los papeles flotaron, perezosos, hasta descansar en el suelo.

Muñeco recogió uno de ellos. La impresión mostraba pedazos de varios recibos. Muñeco la dejó caer en el suelo y regresó a su escritorio, para llamar a Mantenimiento.

Si hubiera sido más cuidadoso, hubiera podido darse cuenta que, entre los recibos, en líneas muy tenues, se podía leer la palabra “auxilio” en cada una de las impresiones.

 

El técnico en hormonas llegó a la casa. Iba vestido con un overol y enseñó, sonriendo, las credenciales donde todas las asociaciones relevantes lo acreditaban como una persona capacitada y responsable. Muñeca lo llevó al cuarto de Muñequita. Ella estaba acostada y veía con desconfianza todos los objetos que rodeaban su cuarto. El técnico sonrió. El maletín emitió unos sonidos extraños. El técnico lo puso en el suelo y lo pateó.

—¡Hola, Muñequita! Tu mamá me cuenta que has estado mal.

Muñequita asintió con la cabeza.

—¡No te preocupes! Te voy a hacer unos exámenes y vas a quedar como nueva.

El técnico se acercó a Muñequita y le pidió que cerrara los ojos. Abrió la maleta, que no había cesado de hacer ruidos, y sacó unas pinzas. Arrancó uno de los pelos de su barba. Muñequita gimió. El técnico examinó cuidadosamente el pelo.

—¿Cuándo fue la última revisión que le hicieron?— le preguntó a Muñeca, mientras Muñequita trataba de asomarse dentro del maletín, que cada vez hacía más ruido. El técnico lo cerró con una patada.

—Hace un año vino el técnico de prevención y le puso algunas vacunas.

El técnico le hizo varias preguntas más a Muñeca mientras le tomaba el pulso a Muñequita, que se las arregló para acercarse al maletín. Adentro, varias herramientas se movían y chocaban, nerviosas, unas con otras. El estetoscopio intentaba pasar sobre un pequeño martillo, mientras las ventosas se adherían a las paredes de piel del maletín y subían lentamente. Unas agujas, empaquetadas, intentaban detener su ascenso.

El técnico examinó a Muñequita. Probó sus reflejos. Midió el ritmo y la fuerza de sus pulmones. Extrajo sangre. Le pidió muestras de orina y heces. Le hizo una prueba de esfuerzo. Volvió a checar su pulso. Apuntó todo.

El técnico se despidió de Muñequita dándole una palmadita en la cabeza y diciéndole que no se preocupara. Muñeca lo acompañó hasta la puerta, donde el técnico le prometió los resultados para la tarde del día siguiente.

El maletín no dejó de hacer ruido hasta que el técnico se alejó de la casa.

—Creo que estoy listo para regresar. Mi ánimo ha mejorado un poco. Creo que lo que tengo que hacer es dejar de pensar. Si pienso demasiado, todo se confunde. Todo se vuelve sucio y estéril. Y entonces llega la melancolía. Tengo que dejar de pensar y hacer las cosas. Tengo que concentrarme en las cosas que me dan placer. Tengo que encontrar los detalles que me gustan. Tengo que darme cuenta que pertenezco a algo más grande, y que cumplo una función ahí. Que soy importante. Que yo garantizo la conservación de los alimentos en la casa. No puedo ser tan egoísta. Y sí, me queda claro que algún día ya nadie me va a necesitar. Pero bueno, de qué me sirve preocuparme por eso ahora. Tengo que gozar el momento. El futuro ya llegará. Cuando llegue, lidiaré con él. Quizás nada tiene sentido, quizás las cosas sólo funcionan por que funcionan y no hay nada más allá. Quizás el intentar encontrar razones es una pérdida de tiempo. Tengo que dejar de pensar y hacer las cosas que me gustan.

(silencio)

—Doctor, creo que estoy listo para regresar.

 

En la noche, mientras todos duermen…

La pecera envidia el porte de la lámpara de pie. La temperatura del agua sube unos cuantos grados y mata al pececito que nadaba en ella. El sofá reclama a la silla mecedora su actitud insolente y despreocupada. La silla de mecer cuchichea obscenidades al mantel de la mesita, que, a su vez, recita oraciones piadosas. La alfombra, que ahora es marxista, intenta explicar a un florero la manera en que es explotado por el sistema. Los focos de la lámpara de techo declaran públicamente que el individuo es un proyecto fallido y que la inteligencia colectiva es el futuro, mientras se prenden y apagan rítmicamente. La mesa del comedor hace chirriar a sus maderos un lamento terrible. Las sillas, pulgada a pulgada, intentan alejarse. La vajilla fina soporta los insultos de los platos de plástico. Los tenedores quieren ser cucharas. La estufa envidia la vida de la lavadora de trastes. El fregadero sueña con ser estéreo. Las bocinas preferirían ser un monitor. Los monitores, un cuadro. El paisaje, piso de madera. La cava, tupperware. El polvo, aire. El aire, escritorio. La miel, sangre.

Muñequita escucha los susurros y los movimientos en la planta baja de la casa. Se levanta e intenta escuchar. No alcanza a distinguir las palabras, pero el tono provoca que el corazón se le encoja. Parada en las puntas de los pies, camina y observa a Muñequito dormir profundamente. En la recámara de sus papás, piensa que quizás dormiría más tranquila entre los dos, pero descarta la idea al llevarse la mano a la barbilla. “Ya estoy grande”, piensa. En silencio, baja las escaleras y observa el movimiento de los muebles. Escucha retazos de sus conversaciones. El último escalón da la señal de alarma y todos los habitantes de la planta baja guardan silencio y, discretamente, voltean a ver a Muñequita. Ella se acerca lentamente y se acuesta en el sillón. Chupa su dedo y siente algo húmedo en los ojos. Sillón la arrulla.

Muñequita llora y llora y llora hasta quedarse dormida. Los muebles guardan silencio.

Muñeca se levanta y piensa que el día será agradable, pues el sol ilumina el cuarto de una manera poco usual. Mira el reloj de pulsera y se da cuenta que es muy pero muy tarde. Se levanta y sacude el hombro de Muñeco.

—¡Muñeco! ¡Despierta! ¡Es muy tarde! — dice Muñeca.

—¿Qué pasó?— balbucea Muñeco.

—No sé—, dice Muñeca, mientras toma el despertador, —el reloj dejó de funcionar a las tres de la mañana.

—Otra cuenta del terapeuta para el reloj—, dice Muñeco, antes de meterse a bañar —por lo menos son deducibles de impuestos.

Muñeca baja rápidamente las escaleras para preparar el desayuno de Muñeco. Pasa por la sala sin mirar a Muñequita, que sigue dormida. En la cocina, prende el radio. El locutor describe un choque múltiple. Muñeca lo apaga. Saca los ingredientes para hacer un sándwich y el cuchillo, nervioso por la prisa, la corta. Muñeca chupa la sangre y se pone un curita, que tarda en adherirse a la piel. El timbre suena. Corre hacia la puerta y observa a Muñequita, dormida en el sofá.

—¡Hola, Muñequita!— le dice, mientras la sacude para despertarla —¿qué haces aquí?

Muñeca no espera respuesta, pues el timbre suena otra vez. Corre a la puerta y antes de abrir, sujeta el escote de su bata con una mano. Afuera, en la puerta, está el asistente del terapeuta.

—Traemos su refrigerador, señora.

—¡Qué bueno!— dice Muñeca, —¿Qué tenía?

—Un poco de depresión y stress laboral— contesta el asistente. —Nada que no podamos arreglar. ¿Lo instalamos?

—¡Claro que sí! —dice Muñeca—. Pasen.

Muñeca los lleva a la cocina y encuentra una nota, que le recuerda que tiene una cita con unas amigas. Si el refrigerador no se hubiera descompuesto, la nota estaría en la puerta del congelador y no lo habría olvidado. Muñeca decide que no vale la pena pensar en los errores y enojarse, pues es más importante pensar en los detalles agradables de la vida.

Muñeco baja las escaleras y se encuentra a Muñequita subiendo hacia su cuarto.

—¡Hola, Muñequita!— dice Muñeco —¿Cómo estás?

—Bien— le contesta, y expone su mejilla esperando un beso.

Muñeco roza su mejilla contra la de ella. Siente la barba. Su portafolio, desconcertado, derrama algunos papeles.

—No te preocupes, todo va a estar bien— le dice, mientras corre hacia la calle. Muñeca lo espera junto a la puerta, con un sándwich, un termo con café y un jugo de naranja. Rozan sus mejillas mientras ella le desea un buen día en el trabajo.

Muñeca sube a bañarse. El agua no acaba de quitarle el frío en los huesos. Se seca rápidamente y, mientras se arregla, decide pasar a comprar más maquillaje, pues el que tiene ha perdido su calidad y ya no le da la misma vida a sus mejillas ni resalta el color de sus ojos como lo hacía antes. Muñeca baja las escaleras y antes de cerrar la puerta tropieza con el tapete, que se ha plegado un poco. Piensa que algo se le olvidó, pero no logra recordar qué.

Muñeca camina hacia el coche pensando en el caos matutino que acaba de vivir. Sube al coche orgullosa. Aún con todos esos problemas, en ningún momento dejó de sonreír.

 

Muñequita se siente rara. No se siente enferma. Siente que hay algo en su pecho que falta. O quizás algo que no cabe. Cada vez que se descuida, gotas de un líquido transparente salen por las comisuras de sus ojos. Se asoma al cuarto de Muñequito y lo encuentra leyendo unos cuentos. En los dibujos, los personajes ríen, se enamoran, lloran, se pelean. Muñequito sólo sonríe.

Muñequita baja las escaleras. Entra a la cocina y una sonrisa cruza su rostro. Hacía mucho que no veía a refrigerador. Abre la puerta para servirse un jugo. Cuando el frío golpea su cuerpo, Muñequita entiende a refrigerador. Entiende por qué se lo tuvieron que llevar. Entiende por qué se siente solo y por qué la vida le parece tan insoportable y por qué no tiene nada más que esperar de este mundo que soledad. Muñequita se pone pálida y se aleja dos pasos, mirando hacia dentro del aparato.

El contacto con la piel de Muñeca provoca un escalofrío en la estructura de refrigerador. Varias gotas se condensan en sus ductos y se congelan inmediatamente. Ráfagas de aire caliente templan su temperatura interna. Siente unas ganas tremendas de deshielarse.

Refrigerador tiene una crisis profesional. Sabe que lo que está pensando es muy poco ético. Es exactamente lo que le prohibió su terapeuta. Es arruinar su vida y hacer que el futuro se presente inmediatamente, en unas cuantas horas.

—¿Te sientes solo?— le pregunta Muñequita.

Refrigerador asiente.

—Yo también— le dice Muñequita, mientras se rasca el pelo.

Muñequita suspira y empieza a sacar los alimentos que Muñeca había colocado dentro de refrigerador unos minutos antes.

—¿Estás segura?— pregunta Refrigerador.

Muñequita asiente con la cabeza mientras saca las repisas y lo desconecta. Toca su barba y se ríe. Acaricia la puerta y se mete en el cuerpo de refrigerador.

—Gracias, Muñequita— le comunica Refrigerador.

—Llámame Adriana— le dice Muñequita, mientras cierra la puerta.

 

 

Acerca del Autor

Pepe Rojo (1968) ha publicado cuatro libros y más de 200 textos (ficción, ensayos y artículos sobre medios y cultura contemporánea). Es cofundador de Pellejo/Molleja (con Deyanira Torres y Bernardo Fernández), una editorial independiente, donde publicó SUB (literatura de subgéneros), Número X (cultura de medios) y Pulpo Comics (comics de ciencia ficción). Coprodujo y codirigió la serie de intervenciones “Tú no existes” (con Torres) y las video-instalaciones “Psicopanoramas”. Produjo dos historias interactivas (Masq y Club Ciel) para Alteraction y ha publicado dos colecciones de minibúks (Ciencia ficción mexicana y Contra-versiones) para la UABC, así como la intervención gráfica “Diccionario Filosófico de Tijuana”. Justo ahora se está volviendo loco produciendo una serie de intervenciones de ciencia ficción en la frontera Tijuana-San Ysidro llamada “Desde aquí se ve el futuro” con estudiantes de la UABC. Vive en la extraña Tijuana con una pareja extraña y y dos hijos también extraños, y en estos casos, “extraño” quiere decir “adorables de una manera poco usual”.

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